Casi me muero con el gol de Diego en el 86

El diario Olé publicó en su contratapa de hoy, un testimonio que vincula el fútbol y la guerra de Malvinas en el puño de Segio Pantano, aquél canterano Albirrojo que mientras jugaba en Talleres, fue enviado a las Islas.  A continuación, el texto completo.

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Sergio Pantano, el autor de este texto, luchó en Malvinas, pasó hambre, vio morir amigos y fue prisionero de guerra. Fanático de Racing, a su regreso jugó de wing en equipos del Ascenso. Aunque dice creer que el fútbol no es un tema político, nunca festejó tanto como en el 2-0 ante Inglaterra. Un relato en primera persona.

El frío se aguanta. El hambre, no. Lo padecí. Estar una semana sin comer te lleva a lo peor, a tratar de robar un pedazo de pan en medio de un bombardeo. No tenía fuerza ni tiempo para pensar en mi familia. Sólo quería tres cosas: tomar una Coca Cola, comer un alfajor Fantoche y vivir. O sobrevivir.

El hambre, con el tiempo, parece una nimiedad al lado de otras marcas que me dejó Malvinas. A Ricardo Argentino Ramírez, amigo de Monte Chingolo y compañero de combate, le escuché decir las últimas palabras: “Sergio, me quiero ir, me está esperando mi mamá”. Tenía la espalda agujereada. Murió a los pocos minutos.

La Guerra partió mi vida en dos. Antes era un pibe con sueños de fútbol; un wing izquierdo que pintaba bien en Talleres de Escalada, que estaba por ir a préstamo a la Tercera de Independiente; un fanático de Racing; un adolescente con pocas ideas de rifles y bombas. Después fui morterista en Monte Williams; fui colimba; fui uno de los tantos soldados que maduró en dos meses de sangre.

Mi cumple de 20 años lo pasé en un galpón de ovejas, como prisionero de los ingleses. Uno de mis compañeros me recordó la fecha: 19 de junio. Ya era de noche, todo era oscuridad. Prendimos un fósforo y lo clavamos en la cajita. La luz del fuego nos iluminó por unos segundos.

Fui de los últimos 200 argentinos en dejar las Islas. Volver fue lo mismo que cargar un dolor inexpugnable. Se puede superar la muerte de un ser querido. Pero no las secuelas de la guerra. Podrán pasar 100.000 años. Imposible. Me dejé estar, engordé, empecé a fumar... Y así retomé el fútbol.

En Talleres hicimos una gran campaña, subimos a Primera B. El colmo: ese año sufrí el descenso de Racing y, a la vez, tuve que ir a jugar al mismísimo Cilindro. ¡Cómo estaba la cancha! Perdimos 3-2.

Sin pecar de soberbio, estoy convencido de que mi carrera habría sido otra si no hubiera pasado lo de Malvinas. Medía 1,83, era zurdo, un estilo Walter Fernández o el Ropero Díaz: raya, centro y arco. Cada dos por tres me echaban por una puteada, una patada. Recuerdo el día que rompí el Prode, en 1984. “En el Pantano quedó Banfield”, tituló un diario por mi gol sobre la hora. Pasé por El Porvenir, por Berazategui y me retiré en San Telmo, en 1991, después de perder una final contra Dock Sud.

Empecé a manejar un taxi. Me abrí una empresa de remises. Y seguí jugando algún picado. Pero me debieron poner una prótesis de cadera. Muchos ex combatientes tuvieron ese problema: artrosis.

El fútbol, igual, sigue ocupando mi vida. Miro todos los partidos del fin de semana, de acá, de España, de Inglaterra. Contra los ingleses no tengo nada. Ellos peleaban por plata. Nosotros, por la bandera. Más allá de la guerra, yo vi gestos de señores. Como prisioneros nos hacían trabajar, pero, por ejemplo, un mediodía nos trajeron dulce de batata y una horma de queso. Nosotros nos apuramos a tragar porque pensábamos que debíamos volver al trabajo. Sin embargo, nos dijeron que era la hora de nuestro almuerzo. Mientras tanto, comenzaba el único Mundial del cual no tengo memoria. Uno de los soldados ingleses, medio en broma, me gritaba Maradona señalando hacia abajo con su pulgar. Yo le retrucaba con el mismo gesto. ¡Y Kevin Keegan! Al tiempo, casi me muero con el gol de Diego en el 86. Se me subió la sangre a la cabeza, salí a la calle como un loco, grité lo que nunca había gritado cuando el “negro” hizo lo que hizo. Y eso que para mí el fútbol no es política ni la guerra. El fútbol es simplemente fútbol. Pero, aun así, habré sentido en ese momento como una revanchita.

Nunca volví a Malvinas. No sé si me haría bien o mal. Pero por las dudas no probé. Cuatro veces fui al psicólogo. Elegí bancarme los días en soledad. Hoy tengo 50 años y recién hace diez pude formar mi propia familia con Cristina, Mateo y Rodrigo. Ellos son el postre de la vida. Después de tanta hambre.